Un rayo de esperanza que no basta para iluminar

El apremio de una enfermera española, voluntaria de la Fundación SAMU, que corría por el pasillo vestida con traje de bioseguridad, me tomó por sorpresa. Sin embargo, el instinto me invitó a seguirla con la cámara. Así logré captar ese instante donde todo indica que hay una emergencia de código rojo, esta vez, en la cama 62 del nuevo hospital El Salvador. “Coronado, ¿me escuchas?” le decía al oído al hombre que yacía en la cama. “Coronado, estoy aquí contigo, apriétame la mano si me escuchas”. Con un gesto de alegría, la chica sevillana que dejó sus vacaciones para enlistarse como voluntaria de la Fundación, reaccionaba a la respuesta del paciente, un hombre de avanzada edad, tez morena y cabello cubierto por esos hilos plateados que evidencian los caminos recorridos en este mundo. El hombre intentaba balbucear y sus ojos abiertos y en movimiento emulaban los gritos con los que al parecer quería decir lo que sentía.

Médicos salvadoreños apoyados por trabajadores de la salud españoles intentaban salvarle la vida a Coronado, como lo llamaba la enfermera. Formaban un equipo de cinco, revisando el pulso, la oxigenación, la presión arterial. Vicky, la joven española, no dejaba de hablarle al hombre, a quien ya le había tomado cariño luego de 15 días atendiéndolo. 

Los minutos volaron y se llevaron la vida de Coronado, un salvadoreño más que pasó a engrosar las listas que día con día crecen con números anónimos de los fallecidos por COVID-19. 

Sobrevino el llanto y la caída moral y anímica que afecta no solo a los familiares, sino también a estos trabajadores de salud en primera línea, incluidos los 28 españoles del grupo con el que Vicky llegó a El Salvador hace 19 días. 

A pocos metros, en la cama número 8, una señora conectada a un respirador artificial decía con voz débil y entrecortada: “no puedo respirar”, “no puedo respirar”, insistía. Su cansancio era notorio mientras la lectura del oxímetro marcaba 87. La enfermera trataba de calmarla y le decía que respirara despacio, sin embargo, la falta de oxígeno era tal que provocaba esa angustia que se repetía en cada esquina de la unidad de cuidados intensivos del hospital más grande y moderno de Latinoamérica, según expresa el presidente salvadoreño Nayib Bukele. 

Son alrededor de 85 camas en esa UCI, y en cada una se percibía la muerte, acechando y esperando el menor descuido para dar el zarpazo final. 

No era mi primera vez en un hospital destinado a pacientes afectados por el COVID-19, pero sí la primera vez que presencié el momento de un deceso, una experiencia fuerte al sentir que el destino está al lado de uno mientras miramos al personal médico luchar contra la muerte, sin poder ganarle la batalla. 

Las escenas no eran muy diferentes en otras camas donde otros equipos realizaban procesos quirúrgicos o donde una enfermera equipada con una bomba fumigadora se aprestaba a desinfectar las que iban quedando vacías, con el fin de tenerlas listas para ser ocupadas por otros que las necesitan. Este hospital tiene capacidad para 1.000 camas, aunque todavía no está completamente funcional. 

Por estas fechas, el campo de la feria siempre estaba invadido de juegos mecánicos, puestos de dulces, bares y restaurantes, todo esto propio de las fiestas agostinas en honor al Divino Salvador del Mundo, patrono de la capital salvadoreña. Es el mismo espacio donde en el pasado se proclamaron ganadores de las elecciones varios exgobernantes de este pequeño país centroamericano. Hoy, es el sitio donde cientos de pacientes, con ayuda de médicos y enfermeras, batallan contra este letal virus. Así, la calle que conecta el llamado Pabellón Centroamericano, se ha convertido en “la calle de los muertos”, un corredor de aproximadamente 200 metros de largo por donde pasan los trabajadores de salud con las camillas llevando a un difunto, hasta llegar a dos contenedores refrigerados de más de seis metros de largo cada uno. Este traslado es lo más parecido a un funeral que reciben los pacientes fallecidos. Un grupo de cuatro trabajadores empujan las camillas, mientras otro va desinfectando el camino recorrido. 

En el cementerio La Bermeja existe el muro de los lamentos, una valla perimetral de bloques de concreto donde los familiares se acercan para dar el último adiós a sus seres queridos. Subidos al techo de sus vehículos o hasta equipados con escaleras, buscan sobrepasar la altura del muro para llorar y lamentar su pérdida mientras observan a los enterradores colocar los féretros forrados en plástico dentro de las fosas excavadas con celeridad. Las lágrimas y la tristeza invaden la pequeña calle de aproximadamente 500 metros, donde a partir de la 1 pm comienzan a desfilar los vehículos funerarios, únicos autorizados para ingresar al camposanto, el cual tiene una hermosa vista panorámica al “Reino del pájaro y la nube”, como se llamó un parque de diversiones instalado en esta cúspide del Cerro de San Jacinto.

Como fotoperiodista de la Agence France-Presse me ha tocado trabajar en muchos países y cubrir todo tipo de eventos, buenos y malos. Y reconozco que decidir entrar a un hospital lleno de pacientes afectados por COVID-19 no fue fácil, sobre todo al tener presente el riesgo para la propia familia. Pero creo que como periodistas también tenemos la responsabilidad de informar desde primera línea lo que está ocurriendo en determinado momento histórico o coyuntural. La gente espera enterarse de algo a través nuestro y entre más cerca de los acontecimientos, mayor credibilidad tendremos. Por eso confío en que esta profesión no desaparecerá en tanto sigamos haciendo nuestro trabajo con pasión y compromiso. 

Hoy mi país, El Salvador, atraviesa un momento crítico de la pandemia en el que la curva de contagio sigue en alza. La duda y el temor es qué va a pasar cuando las autoridades determinen que se abre la fase II y entonces comiencen a circular las unidades de transporte colectivo, se reabra el comercio y muchas empresas, momento en que la responsabilidad recaerá solamente en cada persona que sale a la calle. ¿Garantizarán el uso adecuado de la mascarilla y de los desinfectantes la contención de un contagio masivo? Estamos como empezamos: no sabemos. Solo queda esperar y ser otra vez testigos, ojalá, solo testigos y no los actores principales, los pacientes.


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